Nunca lo tocó. Cuando era chiquitito, bebé, lo cuidaba una amiga que vivía adelante. No lo bañaba, no lo acariciaba, lo tocaba lo mínimo indispensable.
El pobre sufrió el castigo de ser el hijo de un cliente. Nunca entendió tanta indiferencia, tanto odio, porque siempre creyó que era el hijo de su padre. Hasta que empezó a pensar.
Su padre lo trataba con distancia y tristeza. Claro. Ese nenito bonito y gordinflón era la imagen del pasado de su joven esposa, aunque le inspiraba cierta ternura a veces. Quizás era pena.
Ella lo miraba y se le retorcía el estómago. Cuando descubrió que estaba embarazada, aunque trataba de imaginarse de quién podría ser, no lograba saberlo. Tampoco lo supo durante los primeros días de nacido. Pero al mes y medio, más o menos, comenzó a sospechar de quién era hijo. Y el recuerdo no la hacía felíz. De todas las personas con las que la habían hecho trabajar, ese tipo era el último del que hubiera querido quedarse con un recuerdo.
Y ahí estaba. No podía tocarlo. Cada día se parecía más y lo único que podía hacer, era alejarse.
Ernesto estaba solo. Había dejado a todos en Ucrania. Y estaba triste. Triste.
No encontraba razones para levantarse a la mañana.
Cuando se fue, pensó que iba a estar mejor en un nuevo lugar.
Sin embargo, todo era demasido distinto. La vida se le hacía muy difícil. El idioma y las costumbres le eran totalmente ajenas.
Y a veces, de noche, lloraba. Y al día siguiente le dolía el cuerpo de tanta caña que había tomado.
Salía a trabajar ojeroso y gris, con sus anteojos redonditos y el pelo engominado hacia el costado.
No era feo tipo. Aunque un poco bizco y con calvicie incipiente, lo que le quitaba atractivo era esa actitud de poca cosa que tenía.
El primer tiro se lo pegaron en el barco en el que la traían. Tenía 16 años y a los pocos minutos de embarcar se avivó de lo que pasaba.
La Tía Ester se ofreció a acompañarla en el viaje. Sus padres no podían viajar, la extrema pobreza en la que vivían a gatas si les alcanzaba para darles algo de comer al resto de los hijos.
Aparte, ella fue quien hizo de celestina entre el muchacho adinerado que vivía en la Argentina y su sobrina. Sobrina bastante lejana, pero sobrina al fin. Y a ella le preocupaba mucho poder salvarla, sacarla de esa vida que no iba a llevarla a ninguna parte... Con lo linda e inteligente que era...
Así que con una foto de un hombre joven ricamente vestido y un pedido formal de mano hacia los padres, carta de amor hacia Rita, los convenció (¿sacándoles, tal vez, un peso de encima?) y emprendieron el viaje hacia acá.
Pero.
Pero el pasaje no era para la cubierta. No era para un camarote de lujo con dos cuchetas. No era para una novia.
La metieron en un cuartucho oscuro, abajo, con otras seis chicas y dos mantas apolilladas.
La tía desapareció en los pisos superiores.
El resto de las chicas estaban igual de confundidas. Todas tenían al mismo futuro esposo esperándolas en Buenos Aires.